miércoles, 12 de julio de 2017

Análisis de la Carta Robada de Poe tomando como Guia a Lacan.




1º Presentación.
Con esta breve reseña al ensayo que surge del Seminario sobre el cuento de Edgar Allan Poe (1809-1849),  La carta robada (1841), que  se celebró en Guitrancur (Francia), en mediados de mayo, y mediados de agosto de 1956.
 Pretendemos acercarnos con esta reseña a algunos aspectos del pensamiento de Jacques Lacan (1901-1981), ponente del seminario.
 Lacan se sirve del cuento de Poe para demostrar la preeminencia de lo simbólico. Hay una superposición de lo simbólico sobre lo imaginario. Sin embargo lo simbólico tiene un tope, no todo lo real es susceptible de simbolizarse, hay cosas que se escapan, no todo tiene un sentido simbólico; hay pues una supremacía de lo real sobre lo simbólico. Lo real aflora como causa y como imposible, como un residuo insistente.  
El texto de Edgar Allan Poe, nos da una referencia, de cómo la  literatura, en este caso, un cuento como una narración corta, nos define lo que es la obra de arte como producción. Partiendo del concepto de lo vacío de Heidegger. Es aquello que posibilita que el arte, se configure como espacio donde se pueden hallar relaciones con las cosas. Una forma de estar, la cosa. Y la cosa hace que el arte como una producción, diga algo en relación a una verdad que concierne al con el sujeto. Pero a un sujeto, efecto de significación sostenido por el lenguaje.
Por eso el relato, nos conduce a la relación que el lenguaje tiene con lo oculto. En este caso el descubrimiento de un mensaje, que  en el transcurso del mismo cuento tiene que ver con eso, que se produce en un vacío. Cada uno de esos encuentros están marcados por un significante, en el relato aparece un elemento que es heterogéneo, de la cual, cada uno de los personajes que intervienen, están interrogados.
Con este vacío, que no es carencia, sino el descubrimiento de una falta, que se representa por un objeto, que es la carta. De la cual sabemos algo. Pero no todo lo que ella contiene.
Los personajes que intervienen en el relato están marcados por unos roles que cada uno de ellos cumple. No es gratuito, todo obedece a una lógica del significante, como define Lacan en su texto, cuando analiza, el relato, hay una serie de episodios, personajes, espacios donde el significante interviene, para representar al sujeto para otro significante. Aunque la carta asea la protagonista absoluta del relato, su significado ha sido arrebatado desde el principio, y en su lugar es la especulación sobre su significado y el alcance que este puede tomar, es entorno a lo que se construye el relato. El significado real está oculto en todo momento y sin embargo la movilización del relato es la causa de ese contenido desconocido, pero inferido por la reacción de la reina. Y a través de esta inferencia el significado queda marcado como peligroso y toma el lugar forzosamente del significante, puesto que este es únicamente conocido, es la supremacía del significante. Sin embargo el significado no es siempre el mismo, ya que hay un significado originario y desconocido y otro suplantado, ajeno por completo a la temática del significado original, sencillamente para ocultarlo. A sí el ministro deposita una carta falsa en lugar de la carta original dirigida a la reina, pero es luego Dupin quien vuelve a suplantar el contenido original de la carta por otro ajeno, pagando a sí con la misma moneda la acción del ministro e iniciando un mecanismo de suplantación en cadena que Lacan llama automatismo de repetición y con el comienza su seminario sobre La carta robada, en su intento de ir más allá de la explicación de freudiana.
Freud en 1914 en su texto Recordar, Repetir y reelaborar entiende la compulsión de repetición como un acto que revive el trauma que queda más allá del principio del placer y no puede ser explicado por este y queda fijado como un automatismo inconsciente por el sujeto que toma dicho acto como hábito.
De hecho el mismo texto de Lacan, no solo nos muestra el efecto que tiene el lenguaje, la repetición que en ello tiene que ver. Porque la carta circula, como significante de una falta, y en cada uno de los personajes que  interviene se repite, algo, ese algo es un resto no representado en el significante. Aquí los seres humanos no son cosas, sino significantes.
La carta robada, se constituye como parte central de dicho texto, porque alrededor de ella se mueven todos los personajes.
La carta como cosa en términos lacanianos, es algo que esta velado. ¿Qué es lo velado?  Su esencia, es lo que se oculta, lo no dicho, lo no escrito en aquella carta. Y es precisamente que en el desarrollo del cuento se trata de dilucidar por parte del autor. Esta situación que aprovecha Lacan para definir la teoría del significante, en relación que un significante es lo que representa para un significante. La carta oculta algo, ¿qué es lo ocultado? La esencia misma que la carta arrastra, lo no dicho, lo oculto, lo enigmático en relación a la reina, a su imagen, a la posición femenina, lo que se dice de ella y lo que se oculta de ella misma.

2º Relato del cuento.
La reina recibe una carta, la está leyendo cuando entra el rey en la habitación y a continuación el ministro D… detrás del rey, la reina deja la carta sobre la mesa aprovechando la distracción del rey, gesto que no escapa al ojo atento del ministro, que saca una carta del bolsillo parecida a la que estaba leyendo la reina, coloca la carta al lado de la de la reina; haciéndose el distraído recoge de nuevo la carta per en vez la suya toma la de la reina bajo la mirada de la reina que ve toda la maniobra del ministro, pero no dice nada para no llamar la atención del rey.
En este movimiento del robo hay un desplazamiento y una sustitución que produce un resto, la carta del ministro. Lacan habla de “A letter, a litter, una carta, una basura”. En el cenáculo de Joyce se jugó al equívoco sobre la homofonía de esas dos palabras en inglés.
La carta como cosa esta más allá de las posibilidades de representación de objeto, de lo que se pone en frente, la carta su hechura o fabricación no contiene la razón o causa. Solo es en la medida en que el sujeto cuando se le presenta como objeto podemos decir que lo determina y pone a actuar y eso es lo que el cuento nos lo pone como un juego.
La carta está vacía tanto el sobre como el papel, pero en ella recibe y retiene algo, lo que se dice, lo que está escrito y no escrito, hay un resto no dicho, algo se le escapa al sujeto, el objeto se pone enfrente para ser descubierto. La carta tiene ese  objeto o la razón de ser, desvelar el contenido de ella. Descubrir lo que esconde. Al igual que el for-da. La carta está en relación al sujeto por efecto de significación.[1]
Poe pone a continuación en escena a Dupin detective genial y que ya había aparecido en otros cuentos, como por ejemplo, en Los crímenes de La calle Morgue. Dupin recibe al prefecto de policía, al cual la reina le ha pedido ayuda, que le relata lo sucedido y que lleva 18 meses introduciéndose clandestinamente en casa del ministro, aprovechando la ausencia de este, registrando sus aposentos de  arriba abajo; pero todo ha sido en vano, a pesar de que todos estos registros está seguro que el ministro conserva la carta.
Dupin lo que hace en relación con el policía, es interrogarlo en la manera como ha buscado la carta. Y el mismo le relata cada uno de los pormenores de la manera exhaustiva con que se han llevado las pesquisas. Dupin le está diciendo que no ha buscado donde debería buscar. Él alude, de que no se puede pensar, que el enemigo en este caso, el ministro la ha escondido cree el policía, ha de estar en otro lugar y en el menos inesperado.
Le invita al policía a que cambie de estrategia, que no puede hacer siempre lo mismo cuando se pierde algo. Hay que pensar y calcular, con astucia y lo que es el rival, es decir ponerse en el lugar del otro. Como se dice, el delincuente va más allá de la ley, sabe cómo la viola. Y lo que tiene que hacer el policía es no ser tan riguroso en unas prácticas que no le dan resultado, y de las que está convencido.
El policía en relación a Dupin está mostrando es la estupidez, en una investigación. No se puede pensar con los mismos argumentos, o razones que no llevan a ningún lado. Esto es importante, pues respecto al juego y las posibilidades de que aparezca la carta, tienen cierta lógica, que rebasa mucho los cálculos racionales. Es decir en el juego las posibilidades y la lógica rebasan al sujeto. O sea, no siempre lo que se piensa es posible, en un momento de terminado ha de fallar. Y eso es en lo que está insistiendo Dupin, de que no dé por asegurado que sus pensamientos o razonamientos de encontrar la carta son los acertados.
Debe buscarse lo más superficial, donde aparece y parece no ser captado por la mirada del prefecto o el rey´
La mirada es uno de los temas estrella del relato, pues sobre ella recae el papel protagonista de la verdad. A través de la mirada de la reina, en primer lugar ocurre el hecho de la suplantación primera de la carta y su sustitución por una carta falsa a manos del ministro. El destino de esta carta es ser siempre otra, nunca la verdadera o la original, sino que está condenada a ser sustituida de sí misma.
La segunda mirada es la mirada inepta del policía que mira, pero no ve, que busca una descripción primitiva de esa carta que nunca ha visto y por eso no ve y no encuentra, desplegando una lógica búsqueda que incluye las pesquisas más sibaritas, porque él no sospecha que la carta haya podido sufrir modificaciones en su aspecto sin dejar de ser una carta. Esta es la mirada ciega del saber matemático.
La tercera mirada, que bien puede ser la segunda, es la del ministro ladrón de cartas, quien sigue la máxima de “sí quieres ocultar verdaderamente algo, exponlo a la vista de todos”. Así juega con la mirada invirtiendo el sentido de lo oculto y dándole este otro sentido: lo que está oculto por la mirada de todos en la evidencia de su exposición. Si la policía no ha encontrado la carta es porque no ha seguido la lógica inversa de la ocultación o el nuevo sistema de ocultar a la vista.
La cuarta mirada es la de Dupin, quien se interesa en colocarse en la mente del ladrón y no en el aparato logístico policial que sigue una mecánica de la lógica de la ocultación clásica o vulgar, digamos, aquella que utiliza mecanismos tales como la introducción de la carta en agujero practicado en la pata de un mueble. Que utiliza los avances de la ciencia, es decir mucho microscopio, todo lo pasan por el microscopio. Para Dupin es mejor penetrar en la forma de razonar del ladrón antes que en el escenario donde el ladrón ha ocultado la carta, para conducirnos al hallazgo de la misma. La carta ha sido ocultada sin ser ocultada, es la primera paradoja del procedimiento de ocultación. La mirada de Dupin, aquella que coincide con la verdad, porque es la verdadera mirada, la que saca a la luz aquello que estaba oculto, sin embargo no es la última mirada clave de la narración, sino que es finalmente la mirada del ministro la que verá eternamente la falsedad de la carta pender del recogecartas sobre la chimenea, creyendo que es la verdadera carta que él robo.
Así pues hay miradas que ven la verdad, miradas que para ocultar la verdad la exponen a la vista y miradas, como la de la reina, que aun siendo testigos de la verdad están incapacitadas para revelarla, para impedir el fraude. Por otra parte, la mirada de la policía es una mirada estéril, pues busca consignas, un concepto, pero no el objeto en la realidad misma.
Lacan en el seminario sobre La carta robada distingue estas miradas en relación con los tiempos, según él son tres tiempos que soportan tres miradas encarnadas en tres sujetos:
1. Una mirada que no ve nada el Rey y la policía.
2.  La reina y el ministro: miradas que ven como los primeros no ven nada.
3. El ministro y Dupin encarnarían la tercera mirada: los que ven como lo que hay que ocultar se deja al descubierto.
En la repetición de este esquema de miradas en el cuento de Poe es donde Lacan hace aparecer el mecanismo de repetición, concepto freudiano del cual ya hemos hablado más arriba. A la luz de la insistencia de la cadena significante puesta en marcha con la trayectoria de la carta, comenta Lacan: “Lo que nos interesa hoy es la manera en que los sujetos se relevan en su desplazamiento en el transcurso de la repetición intersubjetiva”. Personajes que están actuando para repetir el acontecimiento de la sustitución y relegar el significado a un lugar subsidiario del significante, que es la carta por antonomasia, un significante que se repite en una cadena en la que su significado sufre variaciones sin que ello afecte al sentido de la estructura de las relaciones entre los personajes.
Para Lacan, el automatismo de repetición sería la acción dirigida al recate del significado original, pero que nunca se ve alcanzado, ya que las sucesivas suplantaciones borran por completo la idea de significado como algo originario, y en el lugar el significante es lo único a lo que el sujeto puede remitir, Lacan define así el automatismo de repetición de Freud:
       Si lo que Freud descubrió y redescubre de manera cada vez más  abierta tiene un          sentido, es que el desplazamiento del significante determina a los sujetos en sus actos,       en su destino, en sus rechazos, en sus cegueras, en sus éxitos y en su suerte, despecho de         sus dotes innatas y de su segmento social, sin consideración del carácter o el sexo, y que  de buena o mala gana seguirá al tren del significante como armas y bagajes todo lo dado  de lo psicológico.[2]

El significante para Lacan adquiere un papel central en su teoría psicoanalítica ya que considera que el inconsciente está estructurado como un lenguaje. A diferencia de Saussure (Ferdinand de Saussure, 1857-1913), que afirmaba que los significantes son solo palabras, para Lacan los significantes son múltiples objetos, síntomas, relaciones, porque un significante lo es cuando se inscribe en el orden simbólico, momento en el que adquiere un sentido al relacionarse con otros significantes. Según Lacan, hay un orden de significantes puros que están actuando antes del significado y ese orden lógico es el inconsciente. A diferencia de Saussure, que opina que el lenguaje no está compuesto de signos, sino de significantes, e invierte el orden en el que significado y significante se estructuran, colocando al significante sobre el significado S/s. Donde S es el significante debajo del cual se desliza el significado con el que mantiene, no una relación de estrecha unión como planteaba Saussure, sino más bien inestable y sin unión, salvo en los puntos de capitoné.[3] Lacan llama punto de almohadillo (Point de capiton) al momento en el que, en la cadena, un significante se anuda a un significado para producir una significación. Por lo tanto, el signo lingüístico une un concepto con una imagen acústica y no una cosa con un nombre.
Para Saussure la relación entre significante y significado es arbitraria. El significado es el contenido del significante. En El Cours de linguistique générale, Saussure divide el signo lingüístico en dos partes, significante o imagen acústica de un concepto, y nombra significado al concepto en sí. Por ejemplo, la palabra “perro” no remite desde el punto de vista lingüístico al perro real (el referente), sino a la idea de perro (significado) y a un sonido (el significante) que se pronuncia con la ayuda de cuatro fonemas. Entiende a su vez el signo en su doble vertiente de significante y significado como representante y sustituto de una presencia originaria de la cosa misma que el signo viene a sustituir o suplantar. Esta unión entre las dos caras del signo es inviolable, fija y eterna. Y eso es lo que tanto Lacan como posteriormente Derrida criticaran.
Para Lacan el cuento de Poe expresa exactamente la relación que él establece entre significante y significado y lo ilustra  en el seminario del cual estamos tratando. Para Lacan la carta (lettre) es una metáfora del significante que circula entre varios sujetos. El significante se convierte así en el elemento nuclear del discurso (consciente o inconsciente) que determina los actos, las palabras y el destino de un sujeto sin que él lo sepa.
Lacan utiliza la carta robada como ejemplo para explicar el significante, su sentido y su función. Para ello nos explica el título original del cuento, The purloined letter, explicando que Ton purloin, es una palabra anglofrancesa compuesta del prefijo pur que se encuentra en purpose, propósito, purchase, provisión, purport, mira, y de la palabra del antiguo francés loing, loigner, longé, que significa a lo largo de, con lo cual el significado de purloine sería “poner de lado”, es decir una carta desviada o distraída. Lacan hace esta observación para advertir del carácter del hurto y no de robo, pues ha sido sustraída sin violencia; Poe prefirió utilizar el término purloine y no stolen (robo), para hacer hincapié en la ausencia de violencia.
El interés suscitado en este cuento de Poe por parte de Lacan (y también en Derrida), es porque ilustra el sentido último del significante como tal y como es entendido por los posestructuralistas, Los posestructuralistas afirman que la primacía del significado sobre el significante es insostenible, también la de lengua sobre el habla. Mientras que Foucault afirma: “Sí todo es interpretación es porque no hay nada que interpretar”. Derrida dirá que: “No hay nada fuera del texto”. La escritura y su estructura, función y sentido se ve amenazada en su orden tradicional. Es por eso que se inaugura un nuevo orden en el discurso que ya no privilegia el significado y se vuelca hacia los significantes y las cadenas de los mismos que organizan un mundo lleno de sentido, sin necesidad de que diferentes discursos procedentes de distintas disciplinas supongan un caos difícil de interpretar.
Detrás de cada significante se haya otros significantes en una cadena interminable. Es decir, lo que remite a un signo solo puede ser nombrado por otros significantes y no por el referente real. Y es por eso que el lenguaje solo podrá significarse así mismo sin remitir a ningún origen y el resultado de ello es que cualquier texto remite a otro texto y así indefinidamente. La carta lo ilustra perfectamente, puesto que el origen textual o significado nunca es revelado y tan solo conocemos el último significado suplantado, nunca el original.














[1] “Fort” y “Da” son dos expresiones de la lengua alemana, que Freud hizo célebres, mediante las cuales un niño observado por él sancionaba la aparición y la desaparición de su madre en la manipulación de un sujeto cualquiera que la” representaba”.
[2] Lacan, J. (1980).  Escritos II. Ed. Siglo XXI editores, S.A. p. 30. Trad. Tomás Segovia.
[3] Retroactividad
Concepto introducido por Lacan basándose en la idea de 'valor lingüístico' de Saussure, y alude al hecho de que la última palabra de una expresión lingüística resignifica las anteriores. El significado es algo que recién aparece al final de la frase: hasta entonces sólo hay significantes puros que están en suspenso. Lacan utiliza el ejemplo del punto capitoné, usado en tapicería, donde la última puntada anuda todas anteriores, del mismo modo que la última palabra da sentido a toda la frase.
Cazau Pablo (2000) Vocabulario de Psicología - Redpsicología. www.galeon.com/pcazau


Análisis comparativo de la obra S Agustín de Hipona Confesiones y de la obra de Sta. Teresa de Ávila Libro de la vida.




Me propongo hacer un análisis comparativo entre la obra de San Agustín (354-430), Confesiones, y la obra de Santa Teresa de Jesús (1515-1582), Libro de la vida, que a partir de ahora la denominaré como Libro.

Analizaré algunos aspectos de estas obras que podemos llamar autobiográficas y que tienen, según mi entender, una pretensión pedagógica o aleccionadora para los cristianos.

El trabajo lo he dividido en diferentes apartados:

1 Introducción…………………………………………………………………… 2

2 Destinatario (interlocutores)………………………………………………….. 7

3 Como viven la fe y como demuestran su cristianismo……………………….. 9

4 Conclusión……………………………………………………………………... 13

5 Bibliografía…………………………………………………………………….. 15





1. Introducción.

Nos enfrentamos a un género el de la autobiografía que no está “sometido a unas reglas”, sin embargo se presupone ciertas condiciones de tipo cultural o ideológicas, donde es importante la experiencia personal y hacer una narración sincera a otro. Estás condiciones dan legitimidad al Yo y autorizan al sujeto del discurso a plantearse como tema su pasada existencia. Las condiciones determinan el carácter específico de la autobiografía y exigen en primer lugar la identidad del narrador y del héroe de la narración, exige precisamente que haya narración y no descripción. Además el Yo se va conformando en su función de sujeto permanente por la presencia de su correlativo Tú, que confiere motivación al discurso.

En este relato, donde el narrador toma como asunto su propio pasado, la huella individual del estilo reviste una particular importancia ya que a la autorreferencia explícita de la narración misma, el estilo añade el valor autorreferencial implícito de un modo singular de elocución[1].

Nos encontramos en la autobiografía con un problema de inclusión y de exclusión, puesto que ese doble Yo, el que escribe y el Yo que es escrito, el Yo que escribe y el Yo que podíamos llamar ficcional, nunca llegan a juntarse en el espacio de la escritura, ya que uno queda encerrado en la frase mientras que el otro el que pone el punto final y continua trazando el hilo de la vida que proyectaba aprisionar en un libro. Incluso si resulta homogénea y coherente “la autobiografía nunca expone más que un subtotal. La totalidad forma parte de otro libro, cuyo final se mantiene en lo que queda por decir. Por una parte, resulta evidente que el proyecto de “decirse” no puede coincidir con el proyecto de decir todo; siempre quedarán residuos, restos que impedirán que el programa quede completo. Y es que podemos llegar al absurdo, lo que siempre le faltará a la autobiografía el momento en que se redacta, o como diría Ginés de Pasamonte a preguntas de Don Quijote sobre el final de su autobiografía “¿Cómo puede estar acabado [mi libro] si aún no está acabada mi vida?”[2] Es decir también la escritura de su muerte.

José María Pozuelo Yvancos cita a M. Bajtín y nos dice que hay un cronotopo de la autobiografía:

El cronotopo de la autobiografía era individual y privado, frente al del panegírico, o las biografías (muy abundantes en el mundo antiguo), cuyo cronotopo era el ágora[3].

Al estudiar Bajtín las formas autobiográficas de la época clásica greco-latina, pudo constatar que el eje de su construcción no era el individuo como hoy lo conocemos, que la separación de la autobiografía y de los géneros paralelos como el encomio y la apología de las series genéricas de las biografías es muy difícil, y que la contraposición entre hombre interior-mundo exterior no ha sido posible en tales obras, porque el cronotopo en donde se producían era el ágora y no la privacidad íntima, que no se manifestaban en ellas.

La autobiografía está directamente vinculada con otros géneros y prácticas discursivas como la confesión o incluso el diario íntimo, su desarrollo tiene elementos de proximidad con la epístola, vía casi exclusiva durante mucho tiempo para la manifestación de la individualidad[4].

Fue precisamente la caída en desuso de la epístola la que pudo favorecer el enorme desarrollo de las autobiografías como forma letrada de intimidad. No hay duda que el cambio de paradigma, es decir de pensamiento que se produjo en Occidente, hacia formas más expresivas del individuo y la pérdida de dimensión retórica de la referencia (mimesis), pudo influir notablemente en el florecimiento de las formas autobiográficas. Hay un desarrollo del individualismo, un examen de sí mismo, un examen que surge de una tradición vinculada con la antigüedad, con la búsqueda de la sabiduría que se encuentra en los textos de Platón y que podría resumir lapidariamente el “conócete a ti mismo” de Sócrates. Ser el tema de la propia investigación significa intentar comprender hasta el más mínimo detalle el Yo mío, a través de una constante introspección, desvelar la personalidad intrínseca. Escribirse para comprenderse mejor, como si el libro funcionara como un espejo que permitiera organizar con claridad las anárquicas fluctuaciones del Yo.

Se produce pues, como diría Montaigne una unidad indisoluble entre Yo y libro, porque este se ha moldeado y vinculado con el propio Yo.

Está idea también es aplicable a Santa Teresa y san Agustín. Aunque Teresa de Jesús afirmará que las confesiones le sirvieron de inspiración y que ella cuando las leyó no era a San Agustín a quien veía reflejado en los pasajes del libro, sino a ella misma, en particular porque Agustín no era de los santos que “había llamado y no tornaban a caer”, sino había sufrido las vacilaciones y reincidencias que ella suponía en sí misma. “Cuando llegué a su conversión y leí como oyó aquella voz en el huerto, no me parece sino que el Señor me la dio, sigún sintió mi corazón: estuve por gran rato que toda me deshacía en lágrimas, y entre mi mesma con gran afleción y fatiga”[5].

El ejemplo de San Agustín –visible desde el mismo prólogo– fue decisivo para moldear el Libro, en primera persona, con arranque en la infancia, con su volverse a Dios como primer interlocutor, con su trenzarse y destrenzarse de narración, meditación y salmo. Por otro lado, sin embargo, las Confesiones no eran un modelo que pudiera adoptarse llana y pacíficamente: el simple hecho de imitarlas de forma inequívoca podía juzgarse como prueba de presunción, como orgullosa revelación de unos pecados menores para creerse después a salvo en la gracia y aun en la santidad, con capacidad para dar lecciones.[6]

En Agustín hay una clara diferencia entre los nueve primeros libros y el resto, no hay un proceso abstracto del Yo, sino de adquisición del Yo en la propia conciencia de la conversión que es además ineludiblemente ligado a la obra que el lector va leyendo, de forma que el Yo, el hombre nuevo explicado como una historia de una conversión, pero esa historia es la misma escritura de su ser.

San Agustín emplea, sin duda, el estilo del periodo clásico y de sus figuras de dicción (muy a conciencia), pero no se deja dominar por ellas, lo impulsivo y penetrante de su naturaleza impide que se acomode al procedimiento relativamente frío, racional, ordenado de las cosas des de un punto de vista superior del clasicismo y, especialmente, del estilo romano.

La memoria de en Agustín, en cuanto facultad del alma, es constitución transpsicológica de la inteligencia que no solo subjetiviza, sino que esencializa el tiempo del mundo.

El centro del pensamiento agustiniano se desarrolla desde una raíz interior a la memoria explicitada como intencionalidad hacia su objeto, ya sea psicológico o transcendental, como lo expone en el libro X de las confesiones. Allí la temporalización se introduce por la memoria, a través de las imágenes de las formas percibidas, a disposición del pensamiento por el recuerdo. Esta reflexión sobre si el alma por la memoria, “en su penetral amplio e infinito”, determina la pura espacialidad de “un lugar interior que no es lugar” como dice en el capítulo VIII-12 del libro X:

[…] Mas heme ante los campos y anchos senos de la memoria, donde están los tesoros de las innumerables imágenes de toda clase de cosas acarreadas por los sentidos. Allí se halla escondido cuanto pensamos, ya aumentando, ya disminuyendo, ya variando de cualquier modo las cosas adquiridas por los sentidos, y todo cuanto se le ha encomendado y se halla allí depositado y no ha sido aún absorbido y sepultado en el olvido.

Cuando estoy allí pido que se me presente lo que quiero, y algunas cosas preséntanse al momento; para otras hay que buscarlas con más tiempo y como sacarlas de unos receptáculos abstrusos; otras, en cambio, irrumpen en tropel, y cuando uno desea y busca otra cosa se pone en medio, como diciendo:” ¿No somos nosotras?” Mas espantándolas yo del haz de mi memoria con la mano del corazón, hasta que se esclarece lo que quiero y salta a mi vista de su escondrijo[7].

La confesión no es un acto de introspección, en el culto católico, aún se expresa la condición de pecador en primera persona singular, yo pecador me confieso y en primera persona plural, con reconocimiento de falta comunitaria [Señor ten piedad de nosotros]. En el acto de confesión intervienen distintos actores. Sería inapropiado aplicarle para tiempos agustinianos, la distinción entre acto público y privado. Quien comete la falta esta fuera de la comunidad de creyentes. Quien se confiesa y se arrepiente se reincorpora. La culpa y el arrepentimiento implican un doble movimiento de contracción y expansión. La confesión en sentido litúrgico y pastoral, fue un evento dentro de un proceso de iniciación y dentro de un proceso de reincorporación [para los arrepentidos y los penitentes]. La confesión es una instancia del reconocimiento de la propia culpa. En algunos casos suele estar acompañada de gestos o símbolos, ya sean trajes de penitentes de color morado, con genuflexiones, con golpes en el pecho, en una picota pública o en un recinto cerrado especialmente diseñado para ello, el confesionario.

Teresa de Jesús asume siempre la condición física y sensible, como objeto indisoluble de todas las vivencias espirituales. El cuerpo llega adquirir en este sentido condición de protagonista.

Santa teresa es consciente del peligro que corre, se la considera una alumbrada [movimiento religioso español del S.XVI. en forma de secta mística que fue perseguida por considerarse herética y relacionada con el protestantismo][8], y por ello apremia a sus hermanas en una doble dirección precautoria: consultar ante todo los letrados[9], a quien encomienda siempre la función de descernimiento y rectificación ortodoxa de la experiencia, también, superar la tentación de identificar vivencias espirituales como fenómenos extraordinarios:”Esotras devociones [arrobamientos, visiones, etc.] no curéis de tener pena por no tenerlas; es cosa incierta. Podrá ser en otras personas sean de Dios, y en Vos primitirá Su Majestad[10] sea ilusión del demonio y que os engañe como ha hecho a otras personas” (Camino de perfección, cód. Valladolid. 18,9)[11].

La verdad es que Teresa tenía que andar con cien ojos. Porque además, sobre no pocos rasgos sospechosos [la peculiaridad de su aventura mística, los orígenes conversos, las controversias que suscitaban la reforma del Carmelo…], tenía en contra, antes de nada, su condición de mujer. Lo había dicho San Pablo: “Las mujeres cállense en las iglesias, pues a ellas no les toca hablar, sino mostrarse sujetas” (I Corintios, XIV, 34). E incluso un talante abierto y un admirador de Santa Teresa como Fray Luís de León sentenciaba en La perfecta casada: “Es justo que se precien de callar todas, así aquellas a quien les conviene encubrir lo que saben; porque en todas es no solo condición agradable, sino virtud debida el silencio y el hablar poco… Porque así la naturaleza… hizo a las mujeres para que, encerradas, guardasen la casa, así las obligó a que cerrasen la boca… Por donde, así como la mujer buena y honesta la naturaleza no la hizo para el estudio de las ciencias ni para los negocios de dificultad, sino para un solo oficio simple y doméstico, así les limitó el entender y por consiguiente les tasó las palabras y las razones”.

Pero la voluntad de expresarse iba en la Santa inevitablemente unida a la esperanza de ser de “algún provecho”, no ya a las monjitas de la orden, sino a cualquier “gente espiritual”, y hasta a “los que las gobiernan” y aun a “los confesores que no lo entienden”.

Que el Libro adopte la forma de una confesión textual e intente modelarse de acuerdo a las Confesiones, trae consigo varias implicaciones.

Primero confesarse es antes que nada el reconocimiento de una culpa, es definirse como pecador, es admitir en cierto modo haberse alejado de Dios y a cuyo perdón nos sometemos. En segundo lugar, la confesión establece una relación de tú a tú con Dios, una relación de cercanía, puesto que es dirigida principalmente a Él como entidad misericordiosa y bondadosa. Tercero, el Libro, en tanto que texto confesional, implica una visión retrospectiva y busca un sentido a las experiencias de la narradora; las cuales son vistas a partir de un momento privilegiado, el presente de la salvación, a partir de un sujeto radicalmente diferente de aquel pecador del comienzo de la relación confesional. Cuarto, una confesión textual implica, supuestamente, un momento crítico y un cambio radical, es decir una conversión como momento de transición a un estado de gracia que corresponde al presente del narrador. Quinto, tanto las Confesiones como el Libro se sitúan dentro de un principio imitativo y refieren a otros textos y modelos cuya última referencia es el Cristo mismo o mejor dicho la imitación de Cristo. Finalmente el Libro como las Confesiones, traen consigo un movimiento ascesis, de purificación de los placeres y de la sensualidad. El itinerario del sujeto de un texto confesional, dentro del contexto religioso, es el de un progresivo abandono del mundo de los sentidos y las apariencias.


2. Destinatario.

San Agustín se dirige a Dios con la intención de edificar a sus lectores. Dios es el destinatario directo del discurso en contraposición se alude a los hombres en tercera persona, en cuanto beneficiarios indirectos de la manifestación a que son aceptados como testigos. Para garantizar la veracidad de sus palabras San Agustín invoca la presencia de la mirada divina:

Angosta es la casa de mi alma para que vengas a ella: sea enchanchada por ti. Ruinosa está: repárala. Hay en ella cosas que ofenden tus ojos: lo confieso y lo sé; pero ¿quién la limpiará o a quién otro clamaré fuera de ti: De los pecados ocultos líbrame, señor, y de los ajenos perdona a tu siervo? Creo por eso hablo. Tú lo sabes señor. ¿Acaso no he confesado ante ti mis delitos contra mí,¡oh Dios mío! Y tú has remitido la impiedad de mi corazón? No quiero contender en juicio contigo, que eres la verdad, y no quiero engañarme a mí mismo, para que no se engañe asimismo mi Iniquidad. […] Con todo permíteme que hable en presencia de tu misericordia, a mí, tierra y ceniza; Permíteme que hable, porque es a tu misericordia, no al hombre, mi burlador, a quien hablo[12].

El gran destinatario del Libro, en tanto que confesión textual, es Dios; a pesar que Santa Teresa se refiere alternativamente a Él en la tercera persona, y que a lo largo del texto aparecerán otros destinatarios; principalmente sus confesores, pero también a otros críticos y la comunidad de religiosas carmelitas. El Libro también crea estas lecturas en diferentes niveles y voces; sin embargo, por encima de esta multitud podemos descubrir al divino recipiente de la confesión. No se trata en realidad de un interlocutor, puesto que Dios no responde directamente. Solo sabemos de Él a través de los signos que deja o envía, es decir a través de un ejercicio de interpretación.

La confesión establece, por consiguiente una relación íntima entre un Tú y un Yo. El Libro, como las Confesiones, es un asunto entre “Su Majestad” y Teresa de Jesús, entre la suprema Bondad y el Despreciable pecador:

No sé cómo queremos vivir, pue es todo tan incierto. Parecíame a mí, señor mío, ya imposible dejaros tan del todo a Vos; y como tantas veces os dejé, no puedo dejar de temer; porque en apartándoos un poco de mí, daba con todo en el suelo. Bendito seáis por siempre, que, aunque os dejaba yo a Vos, no me dejastes Vos a mí tan del todo que no me tornase a levantar, con darme Vos siempre la mano; y muchas veces, señor, no la quería, ni quería entender cómo muchas veces me llamábades de nuevo, […][13]

El hecho de ser Dios el principal destinatario del Libro trae consigo importantes consideraciones. Un texto confesional no solo se dirige a Dios bajo forma de súplica, sino que al nombrarlo o dirigirse a Él el texto cumple una función performativa; nada menos que la de llamarlo y convertirlo en testigo y objeto del discurso confesional. El Libro, sin embargo, no es exclusivamente un acto de humildad y debe ir acompañado de constantes alabanzas y muestra de sumisión y modestia. El Libro se puede leer como un canto a “Su Majestad” y a la creación, ante cuya presencia y favores debemos mostrarnos y sentirnos indignos:

¡Oh, señor mío, qué vergüenza en ver tantas maldades, y contar unas arenitas, que an no las levantaba de la tierra por vuestro servicio, sino que todo iba envuelto en mil miserias! No manaba an el agua debajo de estas arenas de vuestra gracia, para que las hiciese levantar ¡Oh, Criador mío, quien tuviera alguna cosa que contar entre tantos males, que fuera de tomo, pues cuento las grandes mercedes que he recibido de Vos! Es ansí, Señor mío, que no sé cómo pude sufrirlo mi corazón ni cómo podrá quien esto leyere dejarme de aborrecer, viendo tan mal servidas mercedes y que no he vergüenza de contar estos servicios, ¡en fin, como míos! Sí tengo, Señor mío, mas el no tener otra cosa que contar de mi parte, me hace decir tan bajos principios para que tenga esperanza quien los hiciere grandes, que, pues éstos parece ha tomado el Señor en cuenta, los tomará mijor. Plega a Su Majestad me dé gracia para que no esté siempre en principios. Amen[14].

El texto confesional navega constantemente entre estos dos polos y Dios es también testigo de la humildad del confeso, puesto en su presencia, la presencia del todopoderoso, el que lo sabe todo, por lo tanto el confeso evita caer en la vanidad, el orgullo o la mentira. Dios es lo que da sentido a su vida y le hace existir a la vez, es decir no se es sin Él; por esta razón debe servirlo y dedicarle su vida. La simplicidad de este razonamiento, es también la fuerza de la fe, es lo que sostiene a Teresa de Jesús a través de sufrimiento, dudas y la escritura del Libro:

¡Oh señor mío, cómo se os parece que sois poderoso! No es menester buscar razones para lo que Vos queréis, porque sobre toda razón natural hacéis las cosas posibles, que dais a entender bien que no es menester más de amaros de veras y dejarlo de veras todo por Vos, para que Vos, Señor Mío, lo hagáis todo fácil[15].

En este sentido, la confesión es redundante puesto que Dios, quien es origen y productor, finalidad y destinatario, lo sabe todo y nos conoce en lo más profundo de nosotros mismos. Esta potencial contradicción no pasa desapercibida para San Agustín o Santa Teresa. El obispo de Hipona nos dice al respecto:

[…] ¿Y de dónde saben, cuando me oyen hablar de mi mismo, si les digo la verdad, siendo así que ninguno de los hombres sabe lo que pasa en el hombre, si no es el espíritu del hombre, que existe en él? […] Mas porque La caridad todo lo cree –entre aquellos, digo a quienes unidos consigo hace una cosa–, también yo, Señor, un así confieso a ti, para que oigan los hombres, a quienes no puedo probarles que las cosas que confieso son verdaderas.[16]

Teresa parece completar este pensamiento:

[…] que es verdad cierto que muchas veces me tiempla el sentimiento de mis grandes culpas el contento que me da que se entienda la muchedumbre de vuestra misericordias.

¿En quién, Señor, puede ansí resplandecer como en mí, que tanto he escurecido con mis malas obras las grandes mercedes que me comenzaste a hacer?[17]

En ambos casos, confesarse a Dios es confesarse también a otros; no solamente a confesores, dicho sea de paso. El propósito es alabar al Señor y cantar su bondad a través de la milagrosa transformación de pecador. Tanto Teresa como Agustín ofrecen el espectáculo de su “bajeza” como prueba y ejemplo de la grandeza del Señor. Es necesario no dejar ningún pecado de lado pues Él todo lo ve. El penitente debe contarlo todo, no obviar detalles y humillarse ante los otros y ante Dios.

La intención pedagógica, a parte del hecho de convertirla en maestra, a la imagen y semejanza de Jesucristo, y San Agustín, transforma el Libro, en un texto legal y burocrático, cuyos destinatarios son sus confesores, la iglesia y la inquisición, a un texto educativo cuya función es también la creación y la afirmación de una comunidad opuesta a la institución jerárquica, aunque también dentro de ella. El destinatario de este texto es aquí la comunidad de religiosas carmelitas. No se trata simplemente de una estrategia política, sino que también corresponde al movimiento de la experiencia mística a través de la cual el sujeto deja el caos y el movimiento de la vida, incluso su propio yo, para sacrificarse en aras de la comunidad y de Dios.

3. Cómo viven la fe y como de muestran su cristianismo. 
 

La confesión para Agustín implica por contraposición dialéctica, un reconocer la propia condición ante un Dios concebido, sobre todo, como Padre misericordioso y atento al itinerario de cada hijo. Así, pensarse es sobre todo, juzgarse según el telón de fondo de un proyecto unitario, es medir el grado de `proximidad que con respecto a Él se tiene. Esto es lo que aleja abismalmente las Confesiones agustinianas del “diario íntimo” de los modernos, ya que ellas no constituyen una mera transcripción de los movimientos del alma, sino el rastreo del hilo conductor que vincula alma y hombre. Justamente, cuando dicha unidad se quebranta tiene lugar la distensión del espíritu (distentio animi). Se trata, efectivamente, de una experiencia de sufrimiento, en la medida que es frustrante respecto de la última vocación de la vida humana según el obispo de Hipona.

Confesiones es un escrito que expresa una búsqueda, “¿Qué desea el hombre con mayor vigor que la verdad?” Se trata de una declaración de apertura a la comunicación entre un Yo con un Tú, incluyente de otros en cuanto sus criaturas, Dios a quien Agustín invoca a través del Idipsum “aquello mismo que está ahí”, en gramática un pronombre demostrativo, en la pragmática un deíctico en cuanto que sirve para señalar personas, situaciones, lugares, en cuanto refiere un elemento del texto con otro del contexto. El autor se hace esta doble pregunta: “¿Qué eres tú para mí, señor?”, “y ¿qué soy yo para ti?” Esa misma vida interrogada remite a otro escrito, la Sagrada Escritura:

¿Quién me dará descansar en ti? ¿Quién me dará que vengas a mi corazón y le embriagues, para que olvide mis maldades y me abrace contigo, único bien mío? ¿Qué es lo que eres para mí? Apiádate de mí para que lo pueda decir. ¿Y qué soy yo para ti para que me mandes que te ame y si no lo hago te aíres contra mí y me amenaces con ingentes miserias? ¿Acaso es ya pequeña la misma de no amarte? ¡Ay de mí! Dime por tus misericordias, Señor y Dios mío, qué eres para mí. Di a mi alma: “yo soy tu salud.” Dilo de la forma que yo lo oiga. Los oídos de mi corazón están ante ti, Señor; ábrelos y di a mi alma: “yo soy tu salud”. Que yo corra tras esta voz y te dé alcance. No quieras esconderme tu rostro. Muera yo para que no muera y pueda así verte.[18]


Si San Agustín de Hipona debe con su conversión borrar el estigma de una formación pagana, es decir el haber nacido pecador. Teresa va también a tratar de ajustarse a una narrativa de pérdida de la inocencia y de la gracia de Dios. Tarea difícil considerando que nació y creció en un hogar muy respetuoso y observador de los valores cristianos. Sin embargo, en relación con Agustín, quien es sobrio a este respecto, la religiosa carmelita va a multiplicar la enumeración de sus faltas y las autoacusaciones de ruin y pecadora. Santa teresa va a enfatizar sus pecados y su “vileza” más allá aún de la expectativa de sus confesores. Para entender esta diferencia importante debemos acercarnos más al contexto social y político de la época y su catolicismo inseguro, que buscaba afirmarse ante el avance del protestantismo.

El Libro será también un texto marcado por el hecho de ser una religiosa, una mujer, quien lo escribe, durante la contra reforma, dentro del contexto patriarcal y jerárquico. Podríamos hablar de una retórica de la feminidad, la única posible en una situación de double- bind, doble vínculo, donde el “envilecimiento” a través de la insistencia en sus pecados en su comportamiento “ruin” le sirve a la religiosa para negociar una posición a partir de la cual podrá tener voz como pedagoga, mística y mujer. Esta instancia le permite a Teresa de Jesús, al conformarse en ciertas reglas del discurso y comportamiento esperado en una religiosa, escribir otro texto, con otra voz. Así el Libro requeriría de una doble lectura, o una lectura diferente de la hecha por sus confesores y el inquisidor. Pero ¿Cuáles son esos pecados tan terribles de los que se acusa y se lamenta constantemente?

Ya puede ser que yo, como soy tan ruin, juzgo por mí, que otros habrá que no hayan menester más de la verdad de la fe para hacer obras muy perfectas, que yo como miserable, todo lo he habido menester.

Estos ellos lo dirán; yo digo lo que ha pasado por mí, como me lo mandan; y si no fuere bien, romperálo a quien lo envío, que sabrá mijor entender lo que va mal que yo, a quien suplico por amor del Señor, lo que he dicho hasta aquí de mi ruin vida y pecados, lo publiquen (desde ahora doy licencia, y a todos mis confesores, que ansí lo es a quien esto va) y, si quisieren, luego en mi vida; porque no engañe más el mundo, que piensan hay en mí algún bien; y cierto, cierto, con verdad digo, a lo que ahora entiendo de mí, que me dará gran consuelo.[19]

Una confesión textual es un relato teleológico, es decir que es el presente del narrador lo que va a orientar y dar sentido a la recolección y a la memoria. Se recuerda y trae al presente aquello que va a afirmar y confirmar lo que ahora somos y lo que va a enfatizar el pasaje de pecador al estado de gracia en el cual se sitúa el narrador. Los “pecados” de Teresa pueden tranquilamente ser justificados o razonados dentro del contexto de su vida, en el momento en que estos ocurren. Así, los intereses y juegos, propios de la niña y de la adolescencia, tales como leer libros de caballería o interesarse en un joven de su edad, van a pasar a convertirse en imperdonables pecados a medida que Santa Teresa guiada por el impulso confesional, escribe el Libro:

Comencé a traer galas y desear contentar en parecer bien, con mucho cuidado de manos y cabello y olores, y todas vanidades que en esto podía tener, que eran hartas por ser muy curiosa. No tenía mala intención, porque no quisiera yo que nadie ofendiera a Dios por mí. Duróme mucha curiosidad de limpieza demasiada y cosas que me parecía a mí no era ningún pecado, muchos años; ahora veo cuán malo debía ser.

Tenía primos hermanos algunos, que en casa de mi padre no tenían otros cabida para entrar, que era recatado; y pluguiera a Dios que lo fuera de éstos también. Porque ahora veo el peligro que es tratar, en edad que se han de comenzar a criar virtudes, con personas que no conocen la vanidad del mundo, sino que antes despiertan para meterse en él.[20]

Esta dialéctica entre pasado/pecado, y el presente/salvación, es característico del Libro y de un texto confesional como el de San Agustín. Una confesión, a través de la experiencia de conversión, insistimos crea una profunda división, entre un antes y un después en la historia del penitente.

En el caso de Agustín de Hipona, la parte narrativa de las Confesiones, aquellas que cuenta su vida y pecados conduce inexorablemente al lector a uno de los pasajes más conocidos y bellos de la obra del santo, el momento de la conversión en el libro VIII; evento que Teresa de Jesús menciona también en el capítulo IX del Libro y que le sirve para enfatizar su propia conversión, como ya hemos comentado más arriba, para entender la implicaciones que la conversión de San Agustín va a tener en las confesiones de Santa Teresa recordemos los eventos que la preceden y que van a culminar en su completa aceptación del cristianismo y el rechazo final de su identidad pagana.

El libro VIII de las Confesiones comienza con la visita de Agustín a Simpliciano, quien cuenta la conversión del pagano Victorino. San Agustín manifiesta el deseo de imitar a este, y dejar de ser un “vendedor de palabras” [no hay que olvidar que Agustín era profesor de retórica y oratoria], para vivir “bajo la palabra de Dios”. Más tarde, cuando Ponticiano visita a San Agustín y al amigo de este Alipio, vio que sobre la mesa de juego había un códice que resulto ser las epístolas de San Pablo. Ponticiano les cuenta, entonces la forma que unos amigos suyos habían encontrado de manera casual, en una casa, el texto Vida de San Antonio, de San Anastasio, precisamente como se encuentra las epístolas de San Pablo en su visita. Los amigos fascinados por la historia y la vida de Antonio, deciden, a partir de ese instante, seguir su ejemplo, es decir convertirse y dedicarse a una vida de humildad y pobreza.

Después de escuchar esta historia, Agustín va al huerto de la casa en donde, atormentado por una gran tensión interior a causa de su conflicto de vocación, oye la voz de un joven o una niña que parece decirle “Tómalo y léelo, tómalo y léelo”[21]; hecho que le hace recordar un evento similar a la vida de Antonio, cuya historia justamente acaba de escuchar. San Agustín regresa apresuradamente a casa, toma un volumen se las epístolas de San Pablo y lo abre al azar en estas Líneas lee:

No en comilonas y embriagueces, no en lechos y en liviandades, no en contiendas y emulaciones, sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no cuidéis de la carne con demasiados deseos.[22]

Inmediatamente las dudas desaparecen y Agustín es ahora un ferviente cristiano. La conversión ha tenido lugar. Este proceso, a manera de contagio o repercusión, incluye la conversión de Alipio, a quien el santo le muestra después el mismo pasaje de la epístola de San Pablo. Alipio, después de leerlo y aplicar el fragmento a sí mismo, es decir interpretarlo, que da convertido el también. La lectura e interpretación textuales van a ser cruciales para la transformación de San Agustín y su amigo.



4. Conclusión

Desde un contexto no cristiano contemporáneo a San Agustín, puede estimarse que las Confesiones se trata de un texto apologético del cristianismo, de un académico y obispo a la vez, “autor-personaje” interesado en responder a sus críticos. Desde el libro I al XIII, se trata de una búsqueda de un Tú, el cual se convoca en una experiencia de interiorización, de comunicación y comunión. En el Tú reconocido como Dios en el texto, Hay un Llamado a la universalidad, la “Verdad”, basado en el conocimiento de la singularidad de los otros: He aquí que amaste la verdad, porque el que la obra viene a la luz. Quiérola yo obrar en mi corazón, delante de ti por esta mi confesión y delante de muchos testigos por mi escrito.[23]

En el contexto Agustiniano puede decirse que Confesiones es una declaración amorosa donde ocurre tanto el reconocimiento de culpa, como de gratitud y alabanza, la exaltación del amor. La confesión fue además una declaración de principios de fe. Es una memoria q1ue permanece en el hombre mismo, en su espíritu; y allí parece ser donde se realiza el acto de salud, de purificación, pues San Agustín relaciona el hecho de que Dios permanece en la memoria, a que Dios le ha dado su misericordia. Dios está dentro del hombre, y para sanar, el hombre debe volcarse hacia dentro, y así para encontrarlo. En este contexto, con significados que aún prevalecen, San Agustín escribió las Confesiones.

La coincidencia en la organización de los momentos Críticos y dramáticos entre las Confesiones y el Libro no es puramente casual y obedece más bien a la formación y “voluntad literaria” de Teresa, al poderoso efecto de sus lecturas y el deseo de imitarlas de diferentes maneras. El Libro, a este respecto, abunda en ejemplos de libros que van a dejar una marca indeleble en la carmelita. El texto es un verdadero catálogo de las diferentes lecturas de Santa Teresa de Jesús hace desde que tuvo capacidad de leer.

La imitación, dialogo o influencia de otros libros, no limitada a las Confesiones, pasa por la adopción del vocabulario de las novelas de caballería, por la inclusión del discurso de la teología negativa para [no] contar sus experiencias de unión con Dios, por los tropos del amor cortesano, por la Biblia y los pasajes del vía crucis y el sufrimiento de Cristo, el último y original modelo hacia el cual toda narrativa autobiográfica dentro del contexto religioso se dirige.

El aspecto textual y literario del Libro nos recuerda que entre la escritora y el sujeto narrativo se impone la presencia de otros textos como ya hemos dicho, los cuales funcionan como mediadores o modelos de ambos. Para Teresa de Jesús, el recuento o la narrativa de su propia vida pasa, en nuestro caso por el tamiz de la escritura y de las Confesiones. Debemos, por consiguiente, aproximar con cautela toda identificación o equivalencia directa y no cuestionada entre la persona que escribe y el sujeto, el Yo narrativo, del Libro.

Hemos visto anteriormente que para poder encontrar a Dios en su alma, Teresa, la narradora, debe purificarse, es decir deshacerse de todos esos placeres y afecciones que la atan aún a sí misma y a otros y le impiden ser un recipiente vacío, lista para recibir a Dios. Dentro de este contexto, el placer de leer, contar y conversar aparecen como goces recurrentes que la religiosa debe eliminar; e incluso el deleite de sermones bien dichos aparecen como pecado. Este itinerario ascético es también característico de las Confesiones y de una narrativa confesional.

La experiencia de la conversión debe dejar atrás el caos del mundo, la historia, la narrativa autobiográfica, las peripecias del Yo pecador y los placeres de la carne y los sentidos. Sin embargo, si tenemos en cuenta que en el Libro encontramos a una Teresa de Jesús en pleno ejercicio de sus habilidades y talento de narradora y lectora, podemos decir que esos placeres no han sido eliminados sino que también están presentes en la escritura, es decir, han sido desplazados hacia esta. La escritora que no es aquí una entidad pasiva que escribe bajo influencia, inspiración o poder de Dios. No podemos hablar de una vocación literaria o referirnos a Santa Teresa como escritora en el sentido que lo entendemos hoy en día, es decir como actividad cultural y social especifica; o de un texto literario autónomo, separado de la función y obligación hacia el Señor y la iglesia. Sin embargo, Teresa no abandona en ningún momento los goces que le llenaban tale como leer, escuchar o contar historias, narrar y escribir. A través de ellos podemos vislumbrar la sensualidad de este mundo y de la palabra ejerciendo aún sus derechos a lo largo del texto del Libro.



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[1] J. Starobinski, La relación crítica El estilo de la autobiografía. p.66


[2] M. Cervantes, Don Quijote de la Mancha, libro I. cap.22, p.290


[3] J. Mª Pozuelo Yvancos, Desafíos de la teoría de la literatura y géneros, p.241


[4] Claudio Guillen, (1986).”Notes Toward a study of Renaissance Letter”, en B. Lewalsd. Ed. Renaissance Genres, Cambrigdge, Massachusetts, pp. 70-101


[5] Santa Teresa, Libro de la vida, cap. XI, 8. p. 114


[6] Francisco Rico, (1989).”Éxito y fracaso de Santa Teresa”. Dentro del Libro de la vida, pp.10, 11


[7] San Agustín, Confesiones, libro X, cap.VIII-12. pp. 399, 400


[8] es.wikipedia.org/wiki/Alumbrados


[9] Teresa siempre busco la dirección de confesores, especialmente letrados, capaces de dirigir dentro de la más estricta ortodoxia el adentramiento en la experiencia mística.


[10] Es la fórmula de tratamiento que más frecuentemente utiliza la santa para referirse a Dios. Era la usual en su tiempo: ”Pues Él nos manda que no volvamos mal por mal y perdonemos las injurias, con confianza podremos suplicarle que cumpla lo que nos manda, y Su Majestad perdone a este que le ofendió poniendo en su santa fe obstáculo” (Lazarillo).


[11] Víctor G. de la Concha, El arte literario de santa Teresa, p.33


[12] San Agustín, Confesiones, libro I, cap. V, VI,-6,7. pp. 77,78


[13] Santa Teresa, Libro de la vida, cap.VI, 9. p. 89


[14] Santa Teresa., Libro de la vida, cap. XXXI, 25. pp. 305, 306.


[15] Ibid. cap. XXXV, 13. pp. 342, 343.


[16] San Agustín, Confesiones, Libro X, cap. III, 3. pp. 391, 392.


[17] Santa Teresa, Libro de la vida, cap. IV, 3-4, p. 69.


[18] San Agustín, Confesiones, Libro I, cap. V, 5, pp. 76, 77


[19] Santa Teresa, Libro de la vida, cap. X, 6-7. pp. 119, 120.


[20] Santa Teresa, Libro de la Vida. cap. II, 2. pp. 57, 58.


[21] San Agustín, Confesiones, Libro VIII, cap. XII, 29, p. 339


[22] Ibíd. p. 340


[23] San Agustín, Confesiones, Libro X, cap. I, 1, p. 389.