lunes, 6 de mayo de 2013

Vivencias



          
A veces pienso que se mucho y otras, me doy cuenta de que estoy equivocado. Tengo mucho que aprender. A mis 47 años me doy cuenta de que todavía no he madurado.
Mi vida comienza en un pueblo de la provincia de Málaga. Mi infancia,…, dura como todas las de mi época y además, enfermiza. De aquellos años tengo imágenes vagas…
Recuerdo a mi hermana Carmen que se subía a una silla pequeña y siempre se caía porque trepaba por el respaldo. Tuve algún episodio gracioso con ella: me regalaron una cabra que acostumbrábamos a pasear, un día yo me puse a correr  y mi hermana que la tenía cogida, fue arrastrada por la ella.
Hacia el final de mi estancia en Vélez, un domingo caluroso de julio, nació mi hermana Nuria, Nuri para nosotros. Pasé todo el día en casa de una vecina jugando con la multitud de hijos que tenía y al atardecer me dijeron: “ves a tu casa que tu madre tiene un regalo para ti que te ha traído de Málaga”. Al llegar vi a mi madre en la cama con cara de cansancio. A mi hermana la estaban bañando en una palangana blanca que teníamos.
El nacimiento de mi hermana marcó el principio del fin de nuestros días en Vélez.
Mi hermana mayor se fue a Cataluña a casa de una tía de mi madre en Molins de Rey. Recuerdo como la despedíamos todos en la carretera y a ella saludando detrás de la ventana del autocar, con esa  sonrisa que le ha acompañado toda la vida. Más tarde se vino mi padre a Sant Celoni a casa de mi tío Antonio, su hermano.
Nos quedamos cinco hermanos con mi madre. Ella se ponía feliz cada vez que recibía alguna carta de mi padre. Un día llegó la última que decía: “está todo preparado, ya podéis venir para Cataluña”.
Primero fuimos a Málaga a casa de mi tía Ana, la hermana pequeña de mi madre. Pasemos el día allí con la familia de mi tía y mi abuela materna que vivía con ellos.
Por la tarde salimos dirección a Barcelona. El viaje fue muy largo, más de veinticuatro horas. Recuerdo un señor que bajó del tren en Córdoba de madrugada, era muy simpático.
Iniciamos el viaje con un día primaveral a pesar de ser finales de noviembre y lleguemos en invierno. Cinco niños con una mujer amamantando todavía, camino a lo desconocido, con esperanzas de una vida mejor, pero con el miedo al no saber que nos íbamos a encontrar.
A la hora de dormir, en el tren, mi madre le dijo a mi hermano Miguel, el mayor de los cinco, que se metiera en un lugar que había destinado a las maletas, en el compartimento, y allí estuvo hasta que lo vio el revisor y le hizo bajar.
Llegamos a Barcelona, a la estación de Francia. Estábamos cansadísimos de la tortura del viaje. Allí  en el andén estaba mi padre con una americana gris y su hermano Antonio. La verdad es que no me alegré mucho de verlo. Siempre ha existido con él una relación un poco rara de respeto, por no decir miedo, y admiración. Ha sido mi padre un hombre que mi madre quiso mucho, demasiado diría yo, pero que a nosotros nos inculco la rabia contenida que tenía hacia él. Esas relaciones humanas de amor - odio. Mi madre, un ser maravilloso donde los haya, nos influyó de manera negativa en nuestra vida sentimental , la de todos los hermanos sin excepción.
Llegamos a Sant Celoni en un viejo tren de color verde, cuadrado y horrible. Fuimos  a casa de mis tíos y conocí a mis primos que en aquel momento estaban preparando el Belén, cosa que nosotros no solíamos hacer en mi casa. Vimos a mi abuela “mama Lola”, la madre de mi  padre, que ya conocíamos del pueblo, pues estuvo viviendo con mi otro tío, hermano de mi padre. Por cierto, una vez que vino a visitarnos mi abuela cuando vivíamos en Vélez, se cayó en un retrete que teníamos fuera en el patio; a mi hermana Carmen le provoca una sonrisa cada vez que lo recuerda…, hoy sé que posiblemente fuera bebida pues bebía como sus hijos.
Cenamos en casa de mi tío y después nos fuimos a la que iba ser nuestra primera casa en Sant Celoni, un caserón viejo y de techos altos que dolía el cuello mirarlos. Tenía un balcón  amplio que daba casi toda la vuelta a la casa.
Aquellos primeros días fueron un continuo descubrir cosas nuevas: nunca había visto un tren hasta coger el que nos trajo a Barcelona  y ahora vivíamos al lado de la vía; el catalán que se habla en las calles y que me parecía rarísimo; la violencia entre niños que aún no la había vivido y que más tarde viví en varias ocasiones; aprendí a ir en bicicleta que, por cierto, era del niño que me zurraba,…
Yo seguía enfermizo. Mi madre me llevaba al médico constantemente y siempre me mandaban inyecciones de penicilina, que me hicieron coger cierta aversión a la agujas.
Mi relación con mis hermanos mayores era escasa mientras que con Carmen mantenía una relación especial. Con Reme, mi otra hermana, la relación era más turbulenta…, me pegaba…, siempre lo he dicho, todo lo que tiene de buen corazón lo tiene de mala leche cuando se enfada.
Recuerdo en aquellos  días levantarme a las cinco de la mañana, con mi padre y mi hermano Miguel, a ver boxear al mejor: Mohamed Alí. Luego, durante el día, mi hermano y yo boxeábamos, él de rodillas y  yo de pié, con unas manoplas que mi hermano trajo de su trabajo en la fábrica de guantes. Siempre olía espantosamente, tengo todavía  el recuerdo de ese olor en la nariz. Un día no se cubrió bien y le llegó un derechazo a la cara que le hizo saltar alguna que otra lágrima y un enfado mayúsculo. No se revolvió sino que dejó el juego. Tenía catorce años, pero era ya un hombre, llevaba ya varios años trabajando. Siempre admiré a mi hermano, tan guapo e inteligente, pero obligado a trabajar desde niño. Lo raro es que nunca se ha quejado, al contrario, ha asumido que ese era su papel en aquel momento. Luego, con los años y trabajando como un burro, se ganó muy bien la vida.
Mi hermana Rosa, volvió de casa de la tía de mi madre. En seguida  se echó novio, José María, un medio pariente nuestro que también vivía en Sant Celoni. Más tarde se casarían y tuvieron una hija, Lurdes. La relación fue permitida por mi padre aunque no lo pareciera, pues siempre estaba  recriminándole cosas he incluso se ponía violento con ella y por añadidura, con mi madre. Mi hermana cuando veía el peligro se iba a casa de su novio y mi madre a aguantar todos los insultos y todos los golpes que también los hubo. Nosotros, desde nuestra habitación, lo escuchábamos todo. Al día siguiente se imponía la ley del silencio. No se habla, no existe.
Unos días después de llegar, mi madre me llevó a la escuela. Me presentaron a la maestra, a la que llamábamos señorita. Estaba embarazada y de bastante. Mi madre me llevó ese día y nunca más. Me tuve que espabilar sólo, siguiendo a los niños que vivían cerca de mí casa.
No le reprocho nada a mi madre. Ella tenía mucho trabajo y además eran otros tiempos, aunque en aquella época pasaba por calles con tráfico y una vía del tren. En el paso a nivel había un hombre que ponía una cadena de lado a lado y vigilaba que no pasásemos.
Un día a la salida del colegio, al mediodía, cuando iba a cruzar una calle, con el gentío de niños que había, me atropello un coche, un 124 amarillo. Me hizo un poco de daño y el hombre se ofreció a llevarme a casa. Yo le dije que no. Tenía un sentimiento de culpabilidad y pensé que era mejor no decir nada por si acaso todavía recibía. Este fue el primero de los innumerables accidentes que he tenido a lo largo de mi vida. Casi siempre por descuidos míos.
Al año de vivir  de alquiler, mis padres se compraron un piso. En una barriada que se llama Las Islas Bellas. Todavía conserva mi padre el piso. Iniciamos la mudanza llevando entre todos las cosas con las manos. Todos ayudábamos. Mi padre pidió un carro prestado y con él llevó los muebles más pesados. Nos seguía un gato rallado que teníamos en villa Rovira, pero no sé qué pasó que desapareció a los pocos días.
El piso nuevo me pareció inmenso, con un patio interior y otro exterior, que mi  madre lleno de flores, y yo de bichos.

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