A veces pienso
que se mucho y otras, me doy cuenta de que estoy equivocado. Tengo mucho que
aprender. A mis 47 años me doy cuenta de que todavía no he madurado.
Mi vida comienza
en un pueblo de la provincia de Málaga. Mi infancia,…, dura como todas las de
mi época y además, enfermiza. De aquellos años tengo imágenes vagas…
Recuerdo a mi
hermana Carmen que se subía a una silla pequeña y siempre se caía porque
trepaba por el respaldo. Tuve algún episodio gracioso con ella: me regalaron
una cabra que acostumbrábamos a pasear, un día yo me puse a correr y mi hermana que la tenía cogida, fue
arrastrada por la ella.
Hacia el final
de mi estancia en Vélez, un domingo caluroso de julio, nació mi hermana Nuria,
Nuri para nosotros. Pasé todo el día en casa de una vecina jugando con la
multitud de hijos que tenía y al atardecer me dijeron: “ves a tu casa que tu
madre tiene un regalo para ti que te ha traído de Málaga”. Al llegar vi a mi
madre en la cama con cara de cansancio. A mi hermana la estaban bañando en una
palangana blanca que teníamos.
El nacimiento de
mi hermana marcó el principio del fin de nuestros días en Vélez.
Mi hermana mayor
se fue a Cataluña a casa de una tía de mi madre en Molins de Rey. Recuerdo como
la despedíamos todos en la carretera y a ella saludando detrás de la ventana
del autocar, con esa sonrisa que le ha
acompañado toda la vida. Más tarde se vino mi padre a Sant Celoni a casa de mi
tío Antonio, su hermano.
Nos quedamos
cinco hermanos con mi madre. Ella se ponía feliz cada vez que recibía alguna
carta de mi padre. Un día llegó la última que decía: “está todo preparado, ya
podéis venir para Cataluña”.
Primero fuimos a
Málaga a casa de mi tía Ana, la hermana pequeña de mi madre. Pasemos el día
allí con la familia de mi tía y mi abuela materna que vivía con ellos.
Por la tarde
salimos dirección a Barcelona. El viaje fue muy largo, más de veinticuatro
horas. Recuerdo un señor que bajó del tren en Córdoba de madrugada, era muy
simpático.
Iniciamos el
viaje con un día primaveral a pesar de ser finales de noviembre y lleguemos en
invierno. Cinco niños con una mujer amamantando todavía, camino a lo
desconocido, con esperanzas de una vida mejor, pero con el miedo al no saber
que nos íbamos a encontrar.
A la hora de
dormir, en el tren, mi madre le dijo a mi hermano Miguel, el mayor de los
cinco, que se metiera en un lugar que había destinado a las maletas, en el
compartimento, y allí estuvo hasta que lo vio el revisor y le hizo bajar.
Llegamos a
Barcelona, a la estación de Francia. Estábamos cansadísimos de la tortura del
viaje. Allí en el andén estaba mi padre
con una americana gris y su hermano Antonio. La verdad es que no me alegré
mucho de verlo. Siempre ha existido con él una relación un poco rara de respeto,
por no decir miedo, y admiración. Ha sido mi padre un hombre que mi madre quiso
mucho, demasiado diría yo, pero que a nosotros nos inculco la rabia contenida
que tenía hacia él. Esas relaciones humanas de amor - odio. Mi madre, un ser
maravilloso donde los haya, nos influyó de manera negativa en nuestra vida
sentimental , la de todos los hermanos sin excepción.
Llegamos a Sant
Celoni en un viejo tren de color verde, cuadrado y horrible. Fuimos a casa de mis tíos y conocí a mis primos que
en aquel momento estaban preparando el Belén, cosa que nosotros no solíamos
hacer en mi casa. Vimos a mi abuela “mama Lola”, la madre de mi padre, que ya conocíamos del pueblo, pues
estuvo viviendo con mi otro tío, hermano de mi padre. Por cierto, una vez que
vino a visitarnos mi abuela cuando vivíamos en Vélez, se cayó en un retrete que
teníamos fuera en el patio; a mi hermana Carmen le provoca una sonrisa cada vez
que lo recuerda…, hoy sé que posiblemente fuera bebida pues bebía como sus
hijos.
Cenamos en casa
de mi tío y después nos fuimos a la que iba ser nuestra primera casa en Sant
Celoni, un caserón viejo y de techos altos que dolía el cuello mirarlos. Tenía
un balcón amplio que daba casi toda la
vuelta a la casa.
Aquellos primeros
días fueron un continuo descubrir cosas nuevas: nunca había visto un tren hasta
coger el que nos trajo a Barcelona y
ahora vivíamos al lado de la vía; el catalán que se habla en las calles y que
me parecía rarísimo; la violencia entre niños que aún no la había vivido y que
más tarde viví en varias ocasiones; aprendí a ir en bicicleta que, por cierto,
era del niño que me zurraba,…
Yo seguía
enfermizo. Mi madre me llevaba al médico constantemente y siempre me mandaban
inyecciones de penicilina, que me hicieron coger cierta aversión a la agujas.
Mi relación con
mis hermanos mayores era escasa mientras que con Carmen mantenía una relación
especial. Con Reme, mi otra hermana, la relación era más turbulenta…, me pegaba…,
siempre lo he dicho, todo lo que tiene de buen corazón lo tiene de mala leche
cuando se enfada.
Recuerdo en
aquellos días levantarme a las cinco de
la mañana, con mi padre y mi hermano Miguel, a ver boxear al mejor: Mohamed Alí.
Luego, durante el día, mi hermano y yo boxeábamos, él de rodillas y yo de pié, con unas manoplas que mi hermano
trajo de su trabajo en la fábrica de guantes. Siempre olía espantosamente, tengo
todavía el recuerdo de ese olor en la
nariz. Un día no se cubrió bien y le llegó un derechazo a la cara que le hizo
saltar alguna que otra lágrima y un enfado mayúsculo. No se revolvió sino que
dejó el juego. Tenía catorce años, pero era ya un hombre, llevaba ya varios
años trabajando. Siempre admiré a mi hermano, tan guapo e inteligente, pero
obligado a trabajar desde niño. Lo raro es que nunca se ha quejado, al
contrario, ha asumido que ese era su papel en aquel momento. Luego, con los
años y trabajando como un burro, se ganó muy bien la vida.
Mi hermana Rosa,
volvió de casa de la tía de mi madre. En seguida se echó novio, José María, un medio pariente
nuestro que también vivía en Sant Celoni. Más tarde se casarían y tuvieron una
hija, Lurdes. La relación fue permitida por mi padre aunque no lo pareciera,
pues siempre estaba recriminándole cosas
he incluso se ponía violento con ella y por añadidura, con mi madre. Mi hermana
cuando veía el peligro se iba a casa de su novio y mi madre a aguantar todos
los insultos y todos los golpes que también los hubo. Nosotros, desde nuestra
habitación, lo escuchábamos todo. Al día siguiente se imponía la ley del
silencio. No se habla, no existe.
Unos días
después de llegar, mi madre me llevó a la escuela. Me presentaron a la maestra,
a la que llamábamos señorita. Estaba embarazada y de bastante. Mi madre me
llevó ese día y nunca más. Me tuve que espabilar sólo, siguiendo a los niños
que vivían cerca de mí casa.
No le reprocho
nada a mi madre. Ella tenía mucho trabajo y además eran otros tiempos, aunque
en aquella época pasaba por calles con tráfico y una vía del tren. En el paso a
nivel había un hombre que ponía una cadena de lado a lado y vigilaba que no
pasásemos.
Un día a la
salida del colegio, al mediodía, cuando iba a cruzar una calle, con el gentío
de niños que había, me atropello un coche, un 124 amarillo. Me hizo un poco de
daño y el hombre se ofreció a llevarme a casa. Yo le dije que no. Tenía un
sentimiento de culpabilidad y pensé que era mejor no decir nada por si acaso
todavía recibía. Este fue el primero de los innumerables accidentes que he
tenido a lo largo de mi vida. Casi siempre por descuidos míos.
Al año de
vivir de alquiler, mis padres se
compraron un piso. En una barriada que se llama Las Islas Bellas. Todavía
conserva mi padre el piso. Iniciamos la mudanza llevando entre todos las cosas
con las manos. Todos ayudábamos. Mi padre pidió un carro prestado y con él
llevó los muebles más pesados. Nos seguía un gato rallado que teníamos en villa
Rovira, pero no sé qué pasó que desapareció a los pocos días.
El piso nuevo me
pareció inmenso, con un patio interior y otro exterior, que mi madre lleno de flores, y yo de bichos.
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